Mi SuperBowl favorita

SuperBowl XXIII: San Francisco 49ers 20 – Cincinnati Bengals 16

Finales de Enero de 1989. Los meses anteriores había empezado a seguir un extravagante deporte donde los contendientes se enfundaban en cascos y corazas, repartiéndose hostias como panes, ante no sólo la aquiescencia, sino el aplauso de los colegiados. Recuerdo esperar cada lunes ese resumen de la jornada anterior en un canal autonómico que no era el mío, cuyo idioma no entendía, ni falta que hacía. Superbowl

Llevado por mi irredenta vena macarra, no podía sino admirar al equipo de casco atigrado, cuyo corredor atropellaba todos cuantos defensores se ponían a su paso, y celebraba cada anotación con una graciosa danza en la banda. El inolvidable Ickey Woods, y su no menos célebre “Ickey Shuffle”. Los Bengals arrasaron en la conferencia americana con el mejor equipo de su historia (9 jugadores seleccionados a la ProBowl).

En la conferencia nacional, otro equipo también llamaba la atención. Su receptor estrella atrapaba cada pase que le lanzaran, y su quarterback podía dar la vuelta al partido en cualquier momento por delicada que fuese la situación. Estoy hablando de los inmortales Jerry Rice y Joe Montana. En una temporada complicada, sobreponiéndose a presiones externas e internas (había un tal Steve Young que pedía paso a la titularidad), los 49ers volvían a una superbowl.

Preámbulos conflictivos

Los prolegómenos de aquella superbowl fueron convulsos. Miami, la sede del evento, estaba convertida en un campo de guerra ante las revueltas en protesta por el asesinato de un joven afroamericano por un policía. Incluso se pensó en trasladar el partido. Tampoco las filas atigradas estaban tranquilas. El FB Stanley Wilson había sido descubierto tomando cocaína en la habitación de su hotel. Era su tercera infracción, por lo que debía ser expulsado de la liga.

El partido llegaba envuelto en tensión. A la rivalidad existente entre ambas franquicias, que ya se habían vistos las caras 7 años antes en la SuperBowl XVI, se sumaba que ambos entrenadores habían servido con anterioridad en el bando contrario. Por mi parte, también el nerviosismo era máximo, pero por otro motivo. La cadena que retransmitía el partido había cambiado su frecuencia de emisión y ya no podía verlo en casa. Sabía que en el piso de uno de mis amigos se seguía viendo ese canal, así que convencí a él y al resto de mi cuadrilla de ver allí aquel partido, jurándoles que sería un espectáculo único. El horario era lo de menos. En mi barrio, lo de ir el lunes a la escuela, siempre ha sido opcional.

El encuentro reunía, por un lado, al jugador ofensivo del año, Roger Craig, RB de San Francisco; y por otro, al MVP de la liga, el QB de Cincinnati, Boomer Esiason. Sin embargo, desde el inicio fue un duelo de defensas. La dureza era tal que pronto tuvieron que abandonar el duelo con tremendas lesiones el OT Steve Wallace por los californianos, y el DT Tim Krumrie por los de Ohio. Avanzar era un suplicio, y se llegó al descanso con un exiguo 3-3, primer empate y segundo marcador más bajo al descanso de una superbowl.

Emoción e igualdad hasta el final

A la vuelta de vestuarios, el encuentro siguió por los mismos derroteros. Por la ausencia de Wilson, los Bengals cambiaron su exitoso juego terrestre y apostaron más por el brazo de Esiason. En el lluvioso y embarrado Joe Robbie Stadium no resultó buena idea. Los 49ers movían el balón con más soltura, pero tenían que conformarse con field-goals, y no todos los convertían. Parecía que el tercer cuarto también acabaría sin touchdowns cuando en el retorno de un kickoff, el bengalí Jennings recorría 93 yardas para poner por delante 13-6 a su equipo.

A estas alturas del encuentro, yo ya estaba dando saltos sobre el sofá del salón de mi amigo. Mis tres colegas dormían plácidamente, nunca les volvió a interesar este deporte, pero yo estaba enganchado para siempre. El resto del partido lo viví (más bien, lo sufrí) de pie. Montana se conectaba con Rice para un rápido touchdown que empataba la contienda. Sendos drives de ambos equipos acababan sin anotación. El posterior ataque bengalí ponía a los de la AFC 3 puntos por delante a falta de 3:10 por jugar y con el balón en yarda 8 de los de la NFC. La siguiente secuencia ofensiva minera forma parte de la historia. Yo la recuerdo de rodillas frente al televisor.

En la banda atigrada se respiraba euforia. Tuvo que ser un veterano, Collinsworth (sí, el de las retransmisiones), quien rebajase los ánimos recordándoles quién era el QB rival. Joe “Cool” se acercó a sus compañeros en el huddle y pronunció una frase mítica: “¡Eh, chicos!, ¿no es ése John Candy?”. La referencia señalando al actor surgió efecto. Los jugadores mineros se tranquilizaron y atravesaron implacables el campo, anotando el TD de la victoria a falta de 34 segundos, mientras yo me quería morir.

Consecuencias imprevisibles para mi futuro

Entonces no podía saberlo, pero aquella sería la primera de muchas veces que los Bengals me romperían el corazón. Desde aquella aciaga noche, mis colores son y serán para siempre naranja y negro, pero para mí, no habrá un QB como Montana, ni un WR como Rice. Malditos sean, ¡qué buenos eran! Y todos quienes se burlan hoy de los Bengals, recuerden que aquel año fueron pioneros en emplear el ataque “no huddle” de forma habitual, no sólo al final del partido. Su memoria se ha olvidado, pero el legado pervive.

Durante estas fechas próximas a cada superbowl, las puertas de nuestro deporte favorito se abren al mundo. Muchas veces entran por ahí desde impresentables a desprestigiarlo o fijarse únicamente en lo anecdótico, a indocumentados que cuentan barbaridades que nos abren las carnes. En nuestra comunidad, tenemos cierta tendencia a despreciar desde una falsa posición de superioridad a los neófitos. A menudo nos creemos dueños exclusivos de un secreto que nadie más conoce, el de seguir el mejor deporte del mundo. Nos embriaga este halo de misterio que le rodea, casi de clandestinidad. Por eso nos surge casi de manera espontánea cierto rechazo cuando se globaliza.

Os digo, y me digo a mí mismo también, que no lo hagamos. Al contrario, invitemos a los amigos a nuestra gran fiesta, la SuperBowl. O el SuperBowl, porque como los ángeles, lo divino no tiene sexo. Muchos lo verán con escepticismo. Otros con indiferencia. Algunos incluso con repulsión. Pero sólo con que uno de cada cuatro se enganche, todos saldremos ganando. En esa proporción entré a formar parte para siempre de esta bendita locura. Todo gracias a una SuperBowl, como la del próximo domingo. Si entonces quedé atrapado aunque mi equipo perdió, ¿qué será si además gana el equipo del que te enamores?

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